viernes, 17 de julio de 2009

360º

Un día como cualquier otro. Más denso que ayer, menos que mañana. Los rayos del sol cruzaban penetrando los agujeros de la cortina marrón y adherían a mis mejillas rosadas, marcadas por la tela de la sabana.
Una mosca volaba sobre mi oreja. Luego aterrizó sobre mi pegajosa piel, caminó esquivando pelos. Sentí escalofríos y cosquillas desagradables. Me levanté embravecido, tirando manotazos erráticos para ahuyentarla. Era perseverante, no resignaba su desayuno. Terminé enredado entre el cubre camas y almohada como una momia.
Tenía en mente dormir un poco más del medio día para saltear comidas y postergar el hambre. Perder la mañana abrazando mi almohada, sudando pereza y ausentarme un rato largo. Este bunker de goma espuma hacía que pierda noción de problemas externos. El mundo me agobiaba.
Las agujas del reloj a cuerdas dieron las 11, el pajarraco cucú salió de su casita de madera a cantar. Recuerdo el primer día de su adquisición, fue tierno, hasta me dio gusto escuchar su alegre silbido. Luego se convirtió en un ave pedante, tanto fue así que a diario deseaba su muerte. Maldecía al dueño anterior por haberme dejado de herencia este escandaloso objeto.
El péndulo del reloj balanceaba lado a lado. Me impregnaba sensaciones vagas. Su movimiento automático hacía enredarme conmigo mismo. Colocaba mi cerebro en un frasco de formol repleto de enigmas insolubles. No podía evitar preguntarme ¿Seremos títeres de una gran mano mística que nos maneja desde el ano? Moviendo nuestros brazos, dirigiendo nuestras acciones a su antojo. Un gigantesco big brother, televisado desde éste globo rebalsado de agua salada y tierra. Con su grupo de producción, Dios como director general, algunos ángeles y diablos trabajando de colaboradores y otros espectadores.
¿Que importancia tendría caducar? O ¿nuestras telas deshilachen? Nadie se tomaría el trabajo de remendar muñecos de trapos descoloridos y emparchados. El stock en las góndolas de la vida es variado y el show continuaría con títeres nuevos.
Decidí levantarme a tomar un licuado de banana con leche fría. Busqué las ojotas bajo la cama, no las encontré, en consecuencia bajé descalzo. El parqué estaba frío, húmedo, viejo y desastillado.
Todo estaba hecho un asco, fideos flotando en la cacerola negra. Otros pegados en azulejos para estimar su punto de cocción.
Sobre la mesa descansaba la frutera con la última banana. Estaba blanda, oscura, con aroma rancio y pelusas blancas alrededor. Su estado de descomposición era evidente, pero seguramente, la leche y el azúcar enmascararían su mal sabor.
La licuadora no estaba en la alacena. Busqué en la pileta de lavar y tampoco la encontré. Tal vez se la había devuelto a Elda, la generosa solterona del cuarto piso. En algunas ocasiones pensé en invitarla a salir, pero había algo que me lo impedía. Con solo decir que si la estética fuese una enfermedad, ella sería su remedio. Pobre, su apariencia física era desastrosa. Como persona era excelente, tenía corazón de elefante, era una amiga incondicional que protegía con colmillos de león a sus seres queridos. Pero también, tenía otra parte animal que no me convencía. Su cara de lechuza asustada, sus tetas de perra en celos y sus clásicas piernas de garza. Podría afirmar que nadie se había animado a tocar su escamosa piel, aunque no descartaba la posibilidad de que alguna noche de curda nos desconocieramos y le regalara su primera sonrisa.
Abrí la heladera, desparramé aderezos y botellitas de agua en el piso buscando leche. Recordé que, el último saché lo había tirado por su gusto amargo y coágulos flotando. No había opción alternativa, debía salir a comprar.
La economía hincaba mi cuello, el gobierno comenzó a darme la espalda y la pensión se reducía en los años. Todos los ex combatientes de Malvinas vivían la misma situación. A una semana que termine el mes cargaba conmigo $1.50. La buena vida había terminado para mí. No más bailarinas exóticas alquiladas para animar noches en que sentía ausencia de mi difunta señora. Adiós mesa de póker con amigos influyentes y pastillas psiquiátricas que evitaban ataques de esquizofrenia y convulsiones. El último frasco lo había terminado meses atrás, pero me sentía mejor que nunca. Las alucinaciones habían desaparecido. Le había ganado la pulseada a mi mente.
Abrí la puerta sigilosamente, la dueña no debía advertir mi presencia en el edificio. Estaba atrasado un mes de renta. Bajé en medias, en punta de pies y con los zapatos en mano. La ciudad era un infierno. El piso estaba caliente, el asfalto hedía vapor volcánico. Caminé dos ardientes cuadras, evitando chicles derretidos y escabulléndome en la poca sombra que daban los tristes arboles del cordón. Las personas lucían cansadas, de mal humor, con manchas de sudor en el pecho, espalda y axilas. Sus apariencias me daban asco.
Sentí que alguien me estaba observando. Giré 360 grados buscando la razón de mi incomodidad. Los ojos del sujeto tácito lamían mi nuca. La inseguridad no descansaba, se adhería en las suelas de lo cotidiano. Todos los días teníamos noticias de nuevos hechos delictivos. Bastó un puñado de segundos para bosquejarme una crónica trágica acerca del futuro acontecimiento. Si un pugna se atrevía acercarse para asaltarme le saldría caro. Llevaba una pistola amarrada a mi cintura, no vacilaría un segundo en desempuñarla en esta multitud y volarle los sesos a sangre fría. Aunque mi pulso no era el mismo de hace 12 años atrás, mis reflejos todavía permanecían intactos. Nadie se apoderaría de mi dinero. Primero tendrían que matarme. Aún muerto me levantaría, lo perseguiría cielo y tierra para degollarlo y recuperar mis monedas.
Sospechaba de todos los que circulaban a un perímetro de 100 metros. Ahí va el señor aristocrático con sus anteojos oscuros, traje y portafolio. Libre de preocupaciones, hablando por celular, riendo mientras camina. Pasó a mi lado agachando la cabeza ¿Por qué? ¿Tendría algún motivo particular? Disimuladamente seguí sus pasos mientras acariciaba la funda de mi arma. Estaba helada e impaciente por desnudarse de su camisa de fuerza. Choqué con individuos que venían en sentido contrario y perdí de vista el rastro del empresario. Desapareció en el amontonamiento. A pesar de su disipación, la sensación incomoda de ser observado seguía hastiándome, hasta el punto sacudir un poco más mis nervios.
Tal vez era el enfermero del otro lado de la fuente. Su cintura quebrándose al andar y movimientos amanerados no lo hacían inofensivo. Se sentó al lado de una señora embarazada. Él, comiendo su helado de chocolate en cono y ella, parecía agitada por alguna desconocida razón. Comenzaron a dialogar, mientras el pegaba sus pupilas en mí. Rotaba el helado entre sus labios, me guiñaba el ojo y luego me ignoraba. La señora parecía interesada en la conversación, pero él, se distraía con facilidad cuando hombres apuestos cruzaban por su territorio.
Estaba seguro que esperaban mi descuido para saltar y descuartizarme como dos perros hambrientos de carne verde. La embarazada seguramente era la autora intelectual y el enfermero indudablemente el material. Su plan era sencillo, ella gritaba para llamar la atención, en el descuido y atolondramiento de todos, él aprovecharía para hurgarme los bolsillos y huir felizmente con el botín en manos. Se arrepentirían de haberlo pensado, vaciaría mi cargador en sus estómagos.
Muchos dicen que la mejor defensa es el ataque. En un puñado de segundos iba a corroborar la hipótesis popular. Tome coraje, ajuste mi cinturón y los encare decidido a realizar lo que la espontaneidad dicte a mi conciencia. Eran ellos o yo. Carecía de importancia la joroba en el vientre de la mujer. Le haría un favor a la humanidad al destrozar ese pequeño delincuente potencial. Pisar la semilla antes que germine la maleza, era una solución eficaz y eficiente.
Esquivé a dos personas, saqué el arma con la mano izquierda del lado derecho. La mantuve baja para no levantar sospechas, siempre con mi blanco entre las cejas y concentrado en sus movimientos. De repente, el enfermero se levantó ofendido y fue a tomar su helado lejos de la embarazada.
Todas las conspiraciones habían desvanecido en un pestañar. Pero nada había cambiado. A pesar de su deserción, seguía siendo observado. El anónimo, ejercía control sobre la situación. Su mirada rascaba mis seis sentidos.
Caminé 50 metros y nos encontramos. Tanta tensión sobre mis venas y tanto miedo desperdiciado. ¡Que fastidio enterarme que mi cazador era más pequeño e indefenso que yo!
Estaba sentada en el mármol de la catedral pidiendo monedas. Sus piecitos apenas llegaban al siguiente escalón. Por momentos suspendidos, y en otros firmemente apoyados. Su ubicación permitía ver duendecitos caminar de la mano con sus madres, bostezando la calurosa mañana. Algunas haciendo berrinches porque no les compraban alguna golosina o chocolate. Parecía cansada de estar en el lugar equivocado. Sus ojos tenían indicios fehacientes de haber regado cachetes. Frustrada por no poder jugar a la casita de muñecas o a la reunión del té con sus compañeras de escuela, tirada en la sombra de la vida, esperando regalías por hacer nada. O quizás ser compensada por haber sido traída a un contexto lleno de carencias.
Su cara sucia y pelo enmarañado color miel estremecieron mi atención. En unos segundos mis oídos ensordecieron y las personas que caminaban a mi alrededor se convirtieron en aire. La brisa de su aura caminó sobre la mía y mis rodillas quebraron.
Sigilosamente me fui acercando
_ Las niñas pequeñas no deben estar triste-Le dije con voz titubeante.
_Hola – Me respondió con una mirada gigante. Sus ojitos brillosos podían iluminar el universo completo. Su cara angelical llenó de luz mi oscuro corazón.
Cuando bajó su mirada. Sentí que se me venía la noche.
Intenté hacerle una treta con las manos para llamar su atención.
Nuevamente me miró, pero esta vez sonrió. Le faltaba un diente y otro estaba a medio crecer.
_ Si me das un beso te daré algo.
_ ¿Qué me vas a regalar?_ miró con curiosidad.
_ Abre la mano y cierra los ojos_ intentaba vestir de misterio al momento.
Deslicé mi mano derecha hacia el bolsillo izquierdo. Encontré un agujero del tamaño de un dedo pulgar. Revisé el de atrás con poca esperanza de encontrar lo que buscaba. Comencé a temblar. Sentí angustia y que iba a enloquecer.
De repente recordé su ubicación. Me aseguré que nadie estaba mirando, me agaché y levante la bota manga del pantalón simulando atar mis trenzas, retiré el zapato y lo agité hasta que cayeron sobre mi palma. Las tomé con mucho entusiasmo. Poco a poco fui recuperando color.
Escondí mis manos detrás de mi espalda, rotando la sorpresa de izquierda a derecha.
_ ¿Qué me vas a dar? ¿Por qué tardás tanto?- Estaba ansiosa por saberlo.
_ Podés abrir los ojos.
Los abrió de golpe, estaban brillosos y risueños.
_ ¿Y ahora que?
_ Elige una mano, ¿derecha o izquierda?
_ Humm– pensó un poco y eligió- quiero la derecha.
_ Aquí tenés, espero que seas feliz.
_ ¡Gracias!_ dijo y me dio un beso.
Con mucho agrado tomó en sus manos el aparatito bélico y le dio su pequeño calor. Estaba tan contenta que comenzó a saltar y a gritar de alegría.
Miré alrededor para contemplar la belleza que me rodeaba, inhalé paz y me encaminé hacia mi pocilga. ¿Será esto alivio de haber hecho bien? quizás lo averiguaría pronto. En mi juicio final, cuando el martillo toque la madera del escritorio del supremo juez. Cuando su veredicto sea estruendo y se haga eco de liberación eterna o de eterna encarcelación. Esperaré que ángeles negros vengan a buscarme y me lleven amarrado a sus plumas, ascendiendo en las incoherencias y contradicciones de mis acciones.
Un disparo anunció la despedida de otro pequeño desconocido. La gente comenzó a desparramarse y a salpicarse para todos lados mientras alaridos colgaban de sus gargantas.
Entre tanto desorden mis monedas cayeron al piso y se extraviaron en las pisadas presurosas de los asustados, lo ultimo que recordé fue haberme molestado por haber perdido mi dinero.
No se cuanto tiempo transcurrió, cuando desperté enredado de sabanas y una mosca revoloteando los bellos de mi pierna transpirada.
El efecto de la pastilla para dormir había finalizado. La cabeza me explotaba y mi pulso estaba acelerado. Decidí levantarme a prepararme un licuado helado. Abrí la heladera y encontré un saché con coágulos de leche. Corrí hacia la frutera y la banana estaba media podrida con olor rancio.
¿Fue un deja vú? ¿Fue un sueño? En vano traté de recordar lo sucedido entre mis monedas perdidas y mi despertada. Todo ese espacio era una nube de humo. Quizás nada de eso sucedió siendo un sueño. Me senté a pensar. Cada minuto transcurrido confirmaba mi teoría. Para asegurarme busqué mi pistola. Abrí el lugar donde la escondía. Estaba en su estuche, tibia, como recién disparada.