domingo, 15 de junio de 2008

Ciclos: La bella y el animal


Recuerdo otra vida anterior, en la cual vivía en Kenia. Era una cebra con el pelaje brillante, de contextura robusta y crines tan largos que el viento hacia piruetas en contacto inmediato.
Como jefe de la manada debía mostrarme rudo y fuerte. Cuando se trataba de luchar por la seguridad de los míos ponía en riesgo mi propia salvaguardia para que los más pequeños puedan tener un futuro lleno de descendencia y aunque me estaba poniendo viejo, la selva en hibridación con la nueva generación hacían que espere mi fin de una manera placentera, sabiendo que mi hijo podría reemplazarme perfectamente.
En los primeros destellos del alborada, pude distinguir un jeep desbordado de cazadores. Alerté a las familias para que puedan refugiarse detrás de la cañada, lugar en el cual no tenían acceso fácilmente.
Respiré profundo para investirlos, sabiendo que probablemente era la última vez que disfrutaba el aire puro en las mañanas, la buena compañía de amigos incondicionales y por ultimo, el deseo de ser libre por siempre. Si la prisión pintaba mi vida detrás de barrotes oxidados, entre niños risueños de la miseria animal, moscas, trigo vencido y de vez en cuando un baño con cepillo de cerdas ásperas. Prefería cambiar penumbras de museo por muerte inmediata o desmembrante, progresiva, irreversible y terminal.
No había vida sin llanuras, tardes fosforescentes, pasto seco e infinidades de peligros en una naturaleza cruel y benevolente con la vida.
Relinché cuan fuerte me permitió la morfología equina para despedirme de los míos, escuché como un dardo tranquilizador nublaba mi fuerza de combatir y claudiqué a suerte de mi destino.
Mientras mi alma abandonaba el cuerpo de corcel, observé como me despellejaban para quitarme la piel y vendarla a una prestigiosa empresa de alta costura.
No pasó más de dos semanas del encurtido y todos los tratamientos manuales de última tecnología para dejar mi cuero en condiciones necesarias para confeccionar un saco exclusivo y accesible solo a burgueses en un gran shopping de Inglaterra.
Estuve colgado entre percheros de los mejores diseñadores del mundo. A nadie le importaba la procedencia del atuendo ni su historia de mesetas galopadas. La banalidad cegaba sus ojos cristalizados por el despiadado consumismo televisivo y avisos publicitarios florecidos de felicidad inmediata al adquirir el objeto capaz de terminar con sus miserias y vacíos existenciales. Todas promesas desvanecían al pagar el precio excesivo del producto con tarjeta de crédito en cómodas cuotas y cero intereses. Sin embargo al llevárselo a casa, era una vestimenta más entre muchas otras prendas guardadas en un placar repleto de caprichos impulsivos de personas que solo viven para acomodarse el exterior.
Su plenitud y hastío material nunca era suficiente cuando se trataba de completar abismos toráxicos carentes de sensaciones deleitables perdurables. Nunca jamás dejan de ser miserables, al menos que aprendan a compartir con los demás.
Nadie escapa a la guadaña de la soledad. A pesar de ocultarse detrás de mansiones y lujos rebalsantes, existen seres con necesidades básicas afectivas insatisfechas reclamando a gritos de auxilio un poco de amor y contención.
En unos de tus espasmos de depresión fuiste a comprar un par de zapatos negros y para combinarlos con el crudo y deprimente invierno de London adquiriste mi piel para resguardarte del frió.
No diste muchos rodeos como en otras ocasiones, en las cuales tu indecisión hizo vacilar tu inmediata elección. Fue amor a primera vista, retiraste la percha y me llevaste directamente a caja 1, rehusando probarte el tapado.
Las vendedoras se sorprendieron, teniendo en cuenta que probabas la mayoría de las prendas del local hasta estar segura de tu nueva adquisición.
Llegamos a tu casa y pediste explícitamente no ser perturbada, no importara el motivo ni la persona.
Subiste las escaleras hasta arribar a tu dormitorio, te quitaste las botas apresuradamente y revoleaste las bolsas de comercio sobre tu cama de agua, térmica de doble plaza. Prendiste el televisor poniendo un canal de música pop. Luego te dirigiste al baño, giraste la canilla de agua caliente y desparramaste un poco de solución sobre el agua tibia para formar burbujas activando el hidromasaje para acelerar su proceso.
Abriste el cajón de tu mesa de luz, revolviste todo hasta hallar un monedero, jalaste del cierre y sacaste una pequeña bolsa con un polvo blanco.
Te desvestías lentamente, mientras bailabas al ritmo del hit adolescente. Sacaste un champagne de la heladera personal y reposaste entre las burbujas que se pegaban a tu cuerpo mientras el alcohol mareaba la noche retraída.
Pusiste dos líneas en la jabonera y aspiraste violentamente, tus ojos agrandaron, tu mirada resbalaba en todos los azulejos del toilette.
La luz comenzó a tener olor a lapidación de conciencia en el tiempo y espacio. Te perdiste entre las agujas del reloj colgado sobre la pileta de mármol tallada a mano, era siniestro como los segundos te envolvían y enjabonaban, masajeando suavemente el nirvana pantanoso, irreal, mundano efecto de la cocaína pegada en tus fosas nasales y las consecuentes alucinaciones proyectadas por un sistema nervioso central que amortiguaba la penosa realidad.
Tu vida no era más que el producto de la decadencia contemporánea, donde la soledad sujetaba la libertad de los tobillos regalando libertinaje, drogas, sexo y alcohol. En fiestas nocturnas extraviabas la conciencia y con ella la ropa interior de seda patinaba en cualquier cama, con cualquier persona. El día siguiente era una continuación de rompecabezas desarmados y piezas que no encajaban unas con otras, era inútil tratar de recordar detalles de confesiones entre dos incógnitos que solo compartían trivialidades para construir una sociedad cómplice de impulsos instintivos o últimas braceadas para mantenerse a flote parasitando a espaldas del otro. De esta manera no desaparecer en acertijos existenciales ni en monólogos sombríos escondidos debajo de sabanas, almohadas, mensajes de textos que nunca llegan y teléfonos que no suenan e inexistentes.
Nadie te salvaba de ti misma cuando el apetito matutino alcanzaba el máximo de voracidad mientras reafirmaba su presencia en los intentos frustrados de homeostasis cotidiana simulando que el cuerpo yaciente a tu lado era la solución a tu desierto interior. Los parches de cauchos pegados la noche anterior improvisadamente sobre rodillas, codos. Ocultaban quemaduras. Despegaban y caían de a uno como pétalos de rosas marchitas, secas, ultrajadas en el tiempo y manoseo.
Cuando tus pestañas despegaban, la auto digestión regateaba los últimos retazos deshilachados de tu ser. Dejabúses de años anteriores dejaba un recado una vez más en el contestador de la situación habitual, recordándote que la vida continuaba a pesar de toda la mierda, aflicción construida y arraigada sobre la base del alma. Era mejor tildarse un par de horas y estar inconciente que enfrentar la cruda realidad; estabas sola, nadie te amaba, salvo la camada de adulones que tenías a tu lado. No tenías hijos. Desperdiciabas la vida en bolsas negras de residuos para que venga cualquier vagabundo y almuerce solo los restos comestibles.
En un momento de locura te levantaste violentamente del hidromasaje y sin secarte, a los resbalones, te dirigiste hacia la habitación.
Tus ojos estaban coloreados, oscuros, deshabitados de emociones y extraviados. Aun así no vacilaste, un poco desalineada pero segura en tus pasos usaste como muletilla al marco de la puerta y la pared decorada para no claudicar.
En tu encrucijada, cuadros desplomaban, lámparas caían y sillones cambiaban de posición. Todo estaba tan blando y baboso, tus brazos se hundían en lo que tocabas y arrastrabas.
Arribaste a la cama, desplazaste todas las cosas menos el saco adquirido horas anteriores, lo sacaste de la bolsa comercial y lo expandiste de forma uniforme sobre la sabana de ceda.
Tu visión se sumergió en charcos de agua y sal, tus piernas no soportaron el peso y se doblaron como dos pajas de escoba delgadas y secas. Desplomaste sin resistencia alguna sobre el atuendo.
Estabas desnuda, tu cuerpo cubierto por pequeñas lagunas de espuma blanca y transparente, rotaste como un cilindro para secarte. Acariciaste tus pechos con suaves movimientos circulares hasta excitarte. Abriste las piernas y comenzaste a masturbarte tapada con mi piel imaginando que hacías el amor con el hombre de tu vida, deleitando todos los rincones del placer descubierto en la noche abrumada, disfrazando a la esclava harapienta en cenicienta pletórica de felicidad. El príncipe se destiñó en el espejismo bizarro y desvariante creado débilmente cuando el orgasmo culminó. Tus manos temblaron. Lagrimas seguían cayendo salpicando las sabanas de seda.
No te explicabas porque te sentías tan segura y contenida cuando abrazabas el saco. Lo que buscabas en los hombres era una pizca de contención, quizás la encontrabas en mi piel. A pesar de todos los procesos industriales algo de mi estaba impregnado en esa prenda.
¿Por qué no poder bajar de las alturas y entrar en cualquier cuerpo para tener un par de brazos y apretarte lo más fuerte que pueda? Las reglas karmáticas son inviolables. Debo esperar hasta que la mándala sea girada por las manos del supremo y me de otra oportunidad.
Sos el amor de todas las reencarnaciones, lo paradójico de esta historia de vidas cíclicas, es que, lo olvidamos cada vez que reencarnamos en un cuerpo para saldar las deudas karmáticas. Nuestras mentes sufren un proceso de represión, pero su eficiencia en lo cotidiano es inevitable. Es por ello, mientras el cuerpo cambia, muere y se pudre. El olor de nuestras almas ayuda para reconocernos instantáneamente, no importa donde ni cuando.
Poco a poco tu vida se fue perdiendo en noches y fiestas. La muerte vino a buscarte en una velada, en la cual, abusaste de la droga y el alcohol. Tu corazón dejó de latir en la última convulsión.
“La soledad pintó esta vida, en la siguiente. ¿Quién sabe? ¿lograremos estar junto?”…………
Fragmento extraído de “eutanasia a ciclos de amor” Novela todavía en realización.




Fragmento extraído de
“eutanasia a ciclos de amor”
Novela todavía en realización
Autor: Luis Guillermo Omar